Wednesday, November 04, 2009

Consecuencia de un cuento

Hay veces en que es imposible dejar de creer, veces en las que el destino se muestra con un trazado profundo y preciso, como la huella de un río correntoso bajo el sol del mediodía. Eso sucedió cuando escribí La niña hindú y decidí presentarlo en el concurso “Julio Cortázar”, con la certeza de que sería elegido; como si de antemano hubiera sabido que debía volver a Iguazú el viernes 23 de octubre con mi hija Julieta.
El viaje marcó su tono ni bien atravesé la puerta de casa y un taxi libre simplemente paró sin que lo llamara. El encargado me abrió la puerta con su habitual cortesía y me deseó buen viaje. No sé si habrá sido su deseo o la sonrisa deliciosa con la que esperaba Juli en la puerta de su edificio lo que fue pintando lentamente los colores de esos días. Al llegar al aeropuerto preguntamos si había lugar en el vuelo del martes para postergar nuestro regreso unos días y nuevamente, como por arte de magia, acababan de liberarse dos asientos, de modo que subimos al avión con la felicidad multiplicada: tendríamos tiempo para recorrer lo que queríamos. Porque el tiempo en la selva es otro, y nuestras Aguas Grandes – I Guazú en lengua guaraní- son eso: jungla pura, húmeda, verde, bañada en aguas benditas.
El hotel impecable y la suite, las cenas y desayunos exquisitos y el ritmo pausado de los misioneros no fueron más que el marco delicado para lo que nos esperaba…
Apenas llegamos, dejamos el equipaje y corrimos al parque nacional. Era una tarde de sol y los diez mil metros cúbicos que las cataratas estaban vertiendo por segundo – cuando la caída normal no supera los mil setecientos- se agolparon para darnos la bienvenida. Ahí estaban los monos caí jugando entre los árboles, los coatíes corriendo con sus colas decoradas, ávidos de frutas, los lagartos overos meneándose entre los arbustos, las urracas copetudas haciendo escándalo con los benteveos, los tucanes hermosos y asesinos de pichones ajenos, y esas flores levantando vuelo aunque… no, eran mariposas: millones de alas multicolores en rondas incesantes por los helechos, las orquídeas y las mimosas, comiendo los nutrientes de esa tierra color de brasa. Cada gusano, una promesa de vuelo.
Los circuitos de pasarelas se acortaron con nuestra curiosidad y el sonido abrumador estalló de pronto en una curva para develar el misterio del primer salto. La sonrisa se nos instaló en la boca junto con cada arco iris que brotaba del aura brumosa emanada de las cataratas. Fue el descubrimiento de la maravilla verde para mi hija y de la idealización de la selva añorada para mí. La Garganta del Diablo hacía casi una semana que estaba cerrada porque el agua había llegado a la pasarela. Teníamos todavía cuatro días por delante y rogábamos que el nivel del río bajara para poder visitarla. Al regresar ese anochecer por el sendero que desemboca en los jardines del Sheraton, reviví la experiencia de años atrás cuando, a pesar de las advertencias de Omar, un amigo que había sido guardaparque allí mismo, me aventuré a la caída del sol para llegar al salto de Las Dos Hermanas sola. Era la posibilidad que tenía estando alojada con mi otra hija en ese hotel, como consecuencia del premio a “Wanda”, otro cuento mío. Las sombras se habían extendido y con ellas los zumbidos de los insectos, los trinos de los últimos pájaros despiertos y los chillidos de los monos. El coro íntegro por un segundo cesó y fue entonces que escuché el rugido corto y ahuecado de un yaguareté. Dos ojos que podían estar a trescientos sesenta grados en cualquier parte. La adrenalina me saltó adentro y apuré el paso hasta llegar al césped bien cortado del jardín. No lo vi, pero el hechizo penetró por mis canales como el veneno de una yarará. Pasaron siete años y al volver a recorrer ese mismo sendero, la sangre se me heló con el recuerdo, tal vez por el miedo de que pasara con mi hija lo que había sucedido en 1997, cuando los hijos de un guardaparque y sus amiguitos jugaban a la pelota en ese mismo jardín. La pelota rodó bajo una mata y el pequeño de casi dos años gateó para recuperarla. Ante los ojos de su hermano de seis años, un puma tomó al niño como un gato que se lleva a su propia cría, y desapareció con él en la espesura. Las tragedias no tienen forma ni tamaño, lo exceden todo. Esa noche, la historia volvió a mí en un sueño espeluznante: el puma venía hacia nosotras a toda carrera por la selva, pero el terror a su ataque se opacó de pronto ante la aparición de dos cazadores que levantaban sus escopetas para dispararle, cuando en realidad nos apuntaban a nosotras. Me desperté gritando: “¡Puma!” y temiendo volver a dormirme y que la pesadilla siguiera su curso, pero ésta no hizo sino transformarse en un sueño extraño: el puma había sido apresado y viajaba en el colectivo local, la línea de El Práctico, convertido en una versión casi mitológica del animal, mitad puma mitad hombre. Le pregunté su nombre y dijo llamarse Debeli. “¿Ahora los pumas tienen nombre?” le dije con incredulidad. “Por supuesto, igual que los humanos,” respondió con cierto sarcasmo. “En ese caso, ¿qué clase de nombre es el tuyo?” volví a preguntar. “Un nombre bastante común entre nosotros,” respondió sorprendiéndome. Vaya a saber si se llamaba así el puma que cazaron unos días después de la historia macabra del bebé… El interior de su panza delató su cacería y la familia del niño presa se fue de allí para siempre. Como a Chuang-tzu con la mariposa, al despertar dudé si era yo que había soñado con ser una puma cazada o si, ya despierta, era una puma que había soñado ser humana.
El sábado amaneció con una lluvia insistente, pero la excursión programada se realizó lo mismo. Cuando nos dijeron que la Garganta estaba abierta, no dudamos. Nos montamos en el tren de trocha angosta hasta el inicio de los mil trescientos metros de pasarela sobre el río Iguazú para llegar a uno de los lugares más increíbles de esta tierra.
La lluvia cabalgó desenfrenada sobre un viento que nos pinchaba las piernas y nos golpeaba contra el borde de la pasarela. Al llegar al mirador, asistimos al origen o al fin del mundo: los rayos parecían brotar de las fauces del Diablo para ascender al cielo gris parduzco como si el techo del mundo se hubiese transformado en la piel de un puma. Los truenos calaron nuestro cerebro y la fuerza del agua era tal que nuestros ojos imitaron al caudal, nublando aún más esa visión tan majestuosa como aterradora. El parque acababa de cerrar todos sus circuitos. El público había sido evacuado pero nuestro grupo había quedado varado en el fin del mundo, con un trencito inutilizado por los árboles caídos sobre las vías. No había electricidad, de modo que empapados comos estábamos, no era posible tomar nada caliente que aliviara el frío que da la ropa mojada adherida al cuerpo. “En veintidós años que llevo trabajando aquí, jamás vi una tormenta así,” nos dijo asustado el guía que nos acompañó ese día. Para nosotras, sólo una extraña sensación de felicidad, acaso como la del soldado que sobrevive a la batalla. Dos horas más tarde, el tren volvió a circular y pudimos regresar al hotel.
El domingo fue de Brasil: la posibilidad de tomar distancia de la fuerza que significa tener los saltos encima y captar su dimensión a la distancia, sus casi tres kilómetros de extensión, en una sola mirada. Decidimos no visitar la represa de Itaipú porque la jungla nos cautiva más que la mayor obra de ingeniería del continente, así que después del almuerzo el autobús aceptó dejarnos sobre la ruta 101, a pocos metros de la entrada de La Aripuca: un paraíso pequeño creado por Otto Waidelich y su familia, colonos que decidieron tomar al árbol por su tronco – por ser literal y no usar la metáfora del toro por sus cuernos- y construir un símbolo gigantesco de lo que nos sucederá si la deforestación indiscriminada sigue haciendo estragos en uno de los pulmones verdes más importantes del planeta. La aripuca es una trampa que los guaraníes diseñaron para cazar pájaros; una especie de jaulita piramidal en la que el ave queda atrapada sin lastimarse al “pisar el palito” que la lleva al alimento colocado en su interior. El Sr. Waidelich decidió un día recuperar ejemplares viejos desechados en los aserraderos, como es el caso del impresionante tronco de un ibirapitá de mil años a la entrada del parque, carcomido en su interior por un inmenso nido de termitas. Así fue como se le ocurrió construir una aripuca con ellos, que en lugar de tener el tamaño para albergar una paloma, podría apresar en su interior a varios cientos de personas. La mole extraordinaria está conformada por troncos gigantescos de especies diferentes y es posible ingresar a ella y treparse por peldaños cavados en los troncos mismos, atravesar un puente colgante para llegar hasta el poste central y luego bajar por una escalerita caracol que lo rodea. El césped bien cortado, las flores, la presencia de un puñado de guaraníes con sus artesanías tradicionales en semillas y madera tallada forman parte del paseo, acompañado por el sonido de aguas que transmite Nimia Cabrera pulsando las cuerdas de su arpa, dentro del salón inmenso destinado a reuniones y fiestas. Nos sentamos a tomar un helado de yerba mate y de rosella, bajo la sombra de una mimosa, en sillones tallados por el propio dueño del lugar. Nada podía ser más misionero, salvo la tierra roja y las cataratas. Antes de salir nos enteramos de que es posible adoptar un árbol, que llevará nuestro nombre. Con un aporte único, cada visitante tiene la opción de ayudar a conservar la flora nativa, convirtiéndose en protector de uno de estos gigantes que crecerá a salvo en las chacras de los productores rurales de Andresito, integrándose al sistema de protección local.
Regresamos caminando al hotel, que quedaba a pocas cuadras de La Aripuca, y un ómnibus de nuestra agencia local acababa de llegar para devolver pasajeros de una excursión. Como en todo cuento de hadas, la guía nos sonrió y le pregunté si volvían a Puerto Iguazú. Habíamos decidido pasar las últimas dos noches en un hotel de la ciudad para conocer el pueblo y sus gentes. Así fue como no tuvimos más que recoger nuestras maletitas y dejarnos transportar por ellos hasta la puerta misma del nuevo albergue. La tormenta del día anterior había hecho estragos también en la ciudad: carteles caídos y árboles arrancados de cuajo, falta de agua y de electricidad en buena parte del pueblo, pero ya no en la zona donde estábamos nosotras. De hecho, la electricidad volvió a nuestro nuevo hotel en el momento en que le dijimos a su administradora que tomaríamos la habitación. “¡Nos trajeron suerte!” exclamó con alegría. Con Juli empezamos a creer que algo verdaderamente estaba operando a un nivel que excedía nuestra imaginación.
El Profesor Justo Herrera no es solamente amigo y colega de Omar. Entre los guardaparques, proteccionistas y responsables de ofrecer información sobre el Parque Nacional de Iguazú su nombre infunde un respeto que pocas veces vi. Alto, flaco y con un bigote tan denso como la selva misma, Justo es un apasionado de su profesión: experto en flora y fauna de la selva subtropical, conoce los secretos de todo lo que crece, respira y se procrea en esa zona geográfica como nadie porque, además de estudioso, vive allí desde hace más de treinta años. Tuvimos el enorme privilegio de que nos llevara consigo al parque a las siete de la mañana del día siguiente, nos presentara a Hernán, uno de los únicos dos guardaparques de turno para esa inmensidad de tierras, y con él abriéramos el candado de ingreso a los circuitos. Con una pequeña reverencia, nos dijo: “Aquí lo tienen, todo para ustedes. Que lo disfruten.” De ese modo tan sencillo que parecía brotado de un sueño, mi hija y yo entramos al Circuito Inferior dos horas antes que llegaran los primeros visitantes. La jungla es distinta en cada momento del día, pero el amanecer es el despertar de los pájaros y de las mariposas, es la frescura del inicio, la puesta en movimiento de la vida. Asistir a ese milagro cotidiano en el silencio de nuestros pasos nos cautivó más y más, a medida que nos adentrábamos por las pasarelas. Nos bañamos bajo la ducha inmensa del Salto Bosetti, jugando entre los arco iris que el sol nos tendía, charlando y caminando, conscientes de la bienaventuranza.
Cuando emprendimos el regreso de la recorrida por el Circuito Superior, Hernán nos cruzó para decirnos que Justo nos aguardaba. Volvimos a su oficina y nos tenía una nueva sorpresa: sus amigos de La Gran Aventura nos esperaban para ofrecernos la recorrida por otra zona del parque en uno de los viejos camiones militares abiertos y preparados para el turismo, hasta embarcarnos en el gomón que recorre un trecho del río y se aproxima luego debajo del gran Salto San Martín. Habíamos ido preparadas con trajes de baño y ojotas, que es la mejor manera de disfrutarlo sin lamentar quedarse con la ropa húmeda todo el día. Las risas y la emoción se nos mezclaban mientras los ojos se esforzaban por mantenerse abiertos ante la majestuosidad de esa caída de agua. El desembarco fue en otro amarradero contiguo, que permite subir al Circuito Inferior bordeando el salto, entre piedras, helechos y alegrías del hogar de tamaño inusitado.
Era ya la hora del almuerzo, así que nos secamos y cambiamos para encontrarnos con Justo que nos esperaba como un niño al que le hubieran prometido un juguete, para ir a almorzar juntos. Con los postres nos dijo: “¡Hora de subir a la camioneta!” Y allá nos fuimos con él, por la ruta primero hasta llegar a un sitio que sólo un conocedor podría encontrar. Un supuesto sendero, que había que abrir a golpe de machete, indicado de vez en cuando por una cintita plástica rosa engrampada a un árbol. Si nos hubiésemos cruzado con Hansel y Gretel, no nos habríamos sorprendido en absoluto. Si las cintitas no hubiesen existido, por otra parte, creo que todavía seguiríamos perdidos por las tierras intangibles, ya que una vez dentro de la selva virgen, sin una brújula, es muy fácil desorientarse. Vimos hormigas de tres centímetros de largo, hongos multicolores, raíces de árboles más altas que nosotros, filodendros creciendo a treinta metros del suelo en una búsqueda desesperada por la luz, lianas enamoradas, abrazándose a ejemplares de palo rosa y una rareza tan buscada como el oro: el palmitar, zonas donde crecen los árboles de palmito.
Volvimos al parque antes de las cinco de la tarde y nos despedimos de Justo en la estación a Garganta del Diablo. El trencito llegaba de su destino con casi toda la gente, que a esa hora ya está abandonando el parque. Una vez más a contra corriente subimos a un tren vacío que nos dejó en la entrada de esa pasarela que atravesáramos dos días antes en medio de la tormenta desaforada. Parecía mentira que todo ahora fuera sol y música del río. Caminamos lentamente, disfrutando del delta que forma el Iguazú en su viaje constante hacia un mar lejano. La brisa suave nos traía el olor a hierro de su lecho rojo, y lentamente el rumor concentrado de la Garganta fue creciendo hasta divisar a los fantasmas blancos que se asoman desde las fauces de un diablo ensoñado con la luz dorada de un sol persistente. Una vez más, el espectáculo se nos ofrecía casi con exclusividad y era imposible dejar de mirar los juegos de la luz con el agua y esa fuerza derramada, vórtice supremo, suma de todas las energías, que succiona invitando a lanzarse en su seno, como si uno fuera a sobrevolar entre los fantasmas con la velocidad y la gracia de los vencejos, que de pronto aparecieron como si hubiera habido una señal en el interior de las piedras. Ninguna exclamación habría podido sustituir nuestro silencio de asombro. Con el vértigo de esa paz, entregué mi forma antigua de T’ai-chi ch’uan, en un intento por ser parte del Último Supremo, mientras el poniente se encendía de carmines y granates. Dos horas más tarde, Hernán volvió a buscarnos: había que cerrar el parque. Volvimos despacito tarareando una canción, abrazadas, mientras la hora mágica nos cubría de dorado y el canto de la Garganta quedaba atrás, rugido eterno del alma de todos los felinos. Así como esa mañana habíamos entrado cuando estaban izando la bandera, ese anochecer dejamos el parque mientras los últimos empleados la arriaban.
“¿Qué más tienen ganas de hacer?” nos había preguntado Justo antes de la despedida, con su mirada traviesa. “Canoping,” contestamos al unísono con Julieta. Era un deporte que nunca había practicado pero se emparentaba con mis años de escalada y mi gusto por volar. Justo se rió. “Bueno, entonces es fácil,” dijo como el mago del mejor cuento. Esa última noche, nos bajamos del Práctico en una parada nueva, lejos del centro de Puerto Iguazú. Cuando llegamos a la dirección que nos habían indicado, nos esperaba el dueño de Aguas Grandes. “Si son amigas de Justo, son amigas mías,” nos dijo con su mejor sonrisa cuando preguntamos si podíamos contratar el servicio para el día siguiente. “Las pasamos a buscar a las siete y media y son mis invitadas”. De nada valió nuestra insistencia por pagar, porque cuando algo está destinado a suceder, de nada vale resistirse.
El martes amaneció tan apacible como el lunes. El nuevo camión camuflado nos pasó a buscar puntualmente para la última aventura que nos tenía guardada la selva. Llegamos a un sector cedido por el ejército a esa empresa y emprendimos la caminata por un sendero terroso. Las enormes mariposas Morpho nos siguieron un rato, con sus alas de azul metalizado, como para cerciorarse de que llegáramos al pie de un ibirapitá convencido de haber alcanzado el cielo. A más de veinte metros del suelo, el árbol sostenía una plataforma pequeña, a la que accedimos, ya con los arneses y cascos puestos, por una escalera de madera. La cuerda de acero que nos separaba de la plataforma siguiente tenía cuatro cuadras de largo, y por ella nos lanzamos, sobrevolando la copa de la mayoría de los árboles. Luego otro tramo y luego otro más para sentirnos pájaro un rato, entre mil verdes distintos. Nos habríamos quedado allí todo el día, pero nos esperaba una caída de quince metros para bajar en rappel y el trekking de regreso a un punto nuevo donde nos estaría esperando el camión. Nuestro guía era un muchacho muy joven, amante de las plantas. De pronto, al costado del camino, algo nos llamó la atención a mi hija y a mí. Eran dos hongos sueltos, de tronco alto y sombrero de copa algo aplastada, como sacados de El señor de los anillos. El grupo iba más adelante y el guía nos miró extrañado cuando le preguntamos juntas: “¿Qué hongos son ésos?” “¿Quieren confirmar lo que ya saben o es que en serio no saben?” nos dijo con cierta curiosidad. Nuestra mirada de ignorancia rotunda le confirmó la respuesta. “Qué raro, ustedes son dos y hay dos cucumelos juntitos,” se rió. “¿Los hongos alucinógenos?” le pregunté extasiada con el descubrimiento mientras otros del grupo, que sólo habían escuchado la palabra “cucumelo” siguieron adelante cantando la cumbia que le dio fama musical al psilocybe cubensis. Nunca había visto uno pero sabía no sólo de su existencia sino de sus efectos. “¿Te acordás de lo que decía Don Juan Matus, el shamán yaqui de Carlos Castaneda?” le dije a Juli. “Que nadie encuentra un hongo mágico su sale a buscarlo. Él es quien te encuentra cuando llega el momento de la revelación.” Los cucumelos quedaron allí donde estaban. No nos hacían falta. Nos abrazamos un largo rato y luego nos alejamos felices, convencidas de que más que una alucinación inducida, el viaje compartido había sido una epifanía, transformadora e imborrable.

Wednesday, February 02, 2005

Almacosario (un homenaje al escritor colombiano David Sánchez Juliao)

Amor cibernético

Un precioso Mouse Genius 4ATech rojo, óptico e inalámbrico, bostezaba ante la pantalla de una computadora flamante. Nadie había entrado a la tienda de computación esa mañana, así que decidió meterse en una sala de chat por las suyas. De inmediato se conectó con una laptop HP Pavilion de última generación. Iniciaron una ardiente charla de seducción en la que descubrieron con gran sorpresa que ambos estaban a la venta en las estanterías del mismo local. Decidieron entonces juntar las ganas y esperar hasta el final del día para encontrarse a oscuras en el depósito de atrás. Mouse Genius pasó las horas ensimismado, imaginando su cita amorosa de mil maneras. Cuando se apagaron las luces de la tienda y todos los empleados se marcharon, Mouse se deslizó hasta el depósito y esperó. Después de un tiempo que se le impuso como una eternidad y desesperado por la ausencia de HP Pavilion, Mouse Genius llegó de una certera patinada hasta la pantalla LCD del mostrador de caja para contarle su frustrado delirio de amor. Su amiga atenuó el brillo que lo iluminaba para darle la trágica noticia: HP Pavilion había sido comprada sin piedad por el propietario de una tarjeta de crédito, que la pagó en tres cuotas, a las diecinueve y cincuenta y cinco, sobre la hora de cierre.

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Wednesday, June 30, 2004

The Botanical Gardens at Winterborne

I’m sitting on one of those wooden benches. Yes, those that appear in Notting Hill, the movie starring Hugh Grant and Julia Roberts, remember? Benches that commemorate love: “John and Vicki” reads one. “George and Alice, for the happy hours shared at this garden” says another one. “James (1897-1945) and Kathleen Young (1903-1983)”: she outlived him almost forty years but they’ re still together in the bench. “Susannah Salisbury (1906-1986) and Edward Salisbury (1907-1980) There was always love.”
If only someone could one day read a similar inscription with my name carved on it beside that of a man who could be remembered for spending happy hours in a garden with me. A chance in a billion, I think with a long sigh, though still quite unable to pluck out the thought or the wish. Is this part of a new movie or just the repetition of the same old scenes in a new location? Alas, I can’ t tell. I can just let go and watch the explosion of rhododendrons along the walk. A shiny peacock strolls past me, unwilling to open his magnificent tail. I take out my camera but a second later I realize I’m about to make the same mistake again: wait for something to happen. So I put it back into my purse and breathe deeply to grab the delicate mix of perfumes floating in the spring air. The afternoon is just perfect, with a slight breeze that sways the millions of leaves and petals. Birds tune up their melodies and the sun casts all its rays on me. There’ s nothing to wait for. It’s all here.

Tuesday, June 29, 2004

Ritmos en Buenos Aires

En Buenos Aires estamos siempre corriendo, nos agotamos de un sitio a otro. Todo queda lejos en este polo de la América del Sur. Todo es trasladarse por las calles, sin paciencia, sin respiro, para llegar a otro lado, en general, tarde. La adrenalina lo tiñe todo. En Buenos Aires el corazón late más febrilmente que en otros lugares del planeta y hasta las nubes parecen desplazarse atolondradas por el cielo. Los conductores caen sin tregua presas de ese ritmo enloquecido, zigzagueando por calles y avenidas aunque los peatones necesiten cruzar. Nadie puede esperar y el otro siempre tiene la culpa de nuestro retraso. Así nos vamos retrasando por la vida, de tanto apuro acumulado.
Pero a veces llegamos a una práctica de t´ai-chi. Entonces cerramos los ojos, llevamos la lengua al paladar, llevamos la atención al tan t´ien y volamos a otra dimensión donde los movimientos se ralentan y la mente se aquieta. El corazón recupera su ritmo natural y volvemos a ser cuidadosos y agradables. El camino de retorno, el movimiento del Tao. No se puede sobrevivir de otra manera.

Wanda

Wanda se moría. Regaba los rosales todas las mañanas y no parecía enferma, pero una certeza casi apocalíptica se había instalado en su corazón, que latía ya preparado para dejar de hacerlo pronto. Décadas transcurridas desde la última sonrisa genuina. Ni el gato heredado de su tía Emilia podía dejar de mirarla con pena, como sabiendo de su dolor.
Lo de Wanda no empezaba ahora. Era la acumulación de años de radio sintonizada en AM al amanecer, cuando las parejas aún duermen, la mano de él inconscientemente apoyada en la cadera desnuda de ella. Esto había empezado a constituir la grieta del corazón, junto al deshabillé raído y las pantuflas desflecadas que ningún hombre había visto en años, ni vería en el futuro.
Recién cruzada el medio siglo y a pesar de todo, la belleza de Wanda todavía se dejaba ver: ojos tersos y profundos, frente amplia, nariz recta y una boca grande de labios carnosos. Labios así desde la infancia, tan propicios para el beso. Y sin embargo, pocos se habían aventurado a llegar hasta ese territorio tierno y expectante. ¿Cuántos habían sido? Wanda los recordaba a diario, uno a uno, ante cada rosal del jardín: Bebe, el hijo del carnicero de enfrente, a los quince; Mansour, el libanés que quería llevarla a Beirut, a los veinte; Alberto, el médico residente de cirugía en el Fernández, a los veinticinco; y Bernardo, el cazador de ciervos, casi diez años después. Todos habían ejercido sobre ella una fascinación indescriptible; todos habían izado estandartes de ilusión que Wanda había creído ver flameando en todas las direcciones.
Bebe había sido tierno al comienzo, tan cauto como quien cruza un lago helado en invierno. Wanda, de pie con la regadera ante el rosal France Inter, recordaba haberse aferrado a esa imagen de ternura sin imaginar al principio que se debía a una estrategia para conseguir un salvoconducto hasta su cuerpo. Así había firmado su pasaporte y lo había dejado entrar a su casa un domingo, a la hora de la siesta. Bello rojo claro el de la France Inter., como la sangre de su único himen florecido esa tarde. Wanda limpió los tallos de un par de hojas secas y regó bastante su pie antiguo porque la radio había anunciado altas temperaturas y poca humedad.
Bebe se había reído al ver la mancha en la sábana y a Wanda no le pareció lo mejor. Menos aún cuando en la verdulería escuchó a esas tres que militaban en el P.C. hablar de las ocasiones en que cada una se había acostado con él. La siguiente vez que él le habló de las reuniones del partido, Wanda sintió que le estallaba la cabeza. Idealismo de izquierda, un carajo! Cuando se dijo que era un desaparecido más, Wanda cerró su capítulo con Bebe. El barrio comentaba que en algo habría andado y luego nadie más lo nombró. Ni su padre, el carnicero, temeroso de perder la clientela de años.

Mansour había llegado del Líbano con mucho dinero para gastar. Su padre había recibido unos campos en Río Negro como pago de una deuda y él estaba en el país para verificar la exactitud de las escrituras. Hablaban en francés, incluso en la cama, y a Wanda la excitaba esa constante ilusión de estar de viaje. “Qu’est-ce que tu veux? Dis-moi et je te le fais”, le susurraba al oído y ella no sabía qué responder. Pero él lo imaginaba y allá iba, al encuentro de sus pimpollos más tiernos.
El viaje exótico de Wanda duró hasta el regreso de Mansour de Río Negro. “Les femmes à Río Negro connaissent la passion, hein?”, había dicho como al pasar el turco de mierda, desterrado así para siempre de la cama de Wanda y del contacto con sus padres maronitas, que, si viven, todavía estarán lamentándose de haberlo perdido en la Argentina. Sobre su memoria, Apogée: la rosa más espectacular que uno pueda imaginar, rosa asalmonada con matices bronceados y amarillos. Menos agua que la France Inter. Ella lo sabe bien.

Alberto no tenía nada que hacer en Ginecología el día en que Wanda soportaba con las piernas abiertas un control de rutina. Sin embargo estaba ahí, haciendo chistes detrás del biombo, como si el hospital fuera una fábrica de comediantes. El ginecólogo sacó el espéculo sin dejar de reírse y Wanda esperaba que la risa se debiera a los chistes de Alberto y ambos la dejaran irse enseguida a regar sus rosas. Alberto los dejó para que Wanda escuchara el informe médico, pero luego la estaba esperando a la salida, con un chiste amable y tierno que la hizo sonrojar. La Bob Hope es una rosa colorada, doble, de buen tallo. Una flor alegre, siempre abierta y vivaz, digna de una estrella de Hollywood. Wanda corta varias para llevar adentro sin hacer caso de las espinas que siempre se le incrustan en los dedos.
Con Alberto fueron unos meses de risas en todas partes ante las anécdotas siempre jocosas acerca de la mesa de operaciones. “Sabés por qué a la gente le encanta morirse en el quirófano de un hospital? Porque tienen un montón de público! Es como estar protagonizando una película, entendés? Y si el pobre gato es un caso raro, encima pasa a la historia!” , se divertía Alberto. La muerte de la gente es una cosa seria, pensó Wanda sin atreverse a contradecirlo. El ni notó su gesto sombrío. La vida siempre se encarga de enderezar los tallos torcidos y así fue como el coche de Alberto fue hallado a primera hora de una mañana con manchas de sangre en el asiento y un cadáver ausente. Su historia recorrió los canales de televisión y las páginas de los diarios. Todos tenemos derecho a un instante de fama. Es justo, se dijo Wanda.

Lo de Bernardo pareció obra de la casualidad. La atropelló un día al cruzar Av. San Martín. Wanda quedó montada en el capot del auto sin saber por dónde bajar. El se arrojó desesperado y la tocó sin pedirle permiso, sólo para corroborar que no le había roto ningún hueso.
Al tercer whisky de recuperación en su casa, Wanda y Bernardo se rieron de estar vivos y súbitamente enamorados. “Hay amores que matan... Pero así no va a ser el nuestro”, vaticinó Bernardo al despedirse de Wanda esa madrugada entre mimos cansados y aliento a alcohol. Ah, bellísima Oklahoma! Con sus pimpollos de terciopelo rojo oscuro y ese perfume ensordecedor como el estallido de una escopeta. Wanda vuelve a aspirar una y otra vez cada una de sus flores, embriagada como esa vez en la puerta de su casa, mientras Bernardo demoraba la partida acariciando sus nalgas.
Fue un amor en cámara lenta, en el que Wanda participaba como nunca antes de la actividad de su amado. Preparaban las armas y viajaban miles de kilómetros para camuflarse en el bosque y acechar en silencio la ingenuidad de los ciervos. Carne oscura, dura y aterciopelada, como la espalda de Bernardo una noche de luna. Wanda tuvo que aprender por qué está bien matar ciertos ciervos. La tranquilizaba saber que otros pensaban como ella. Al fin y al cabo de eso se había tratado su vida, de una ilusión y un acecho. Está bien matar ciertos ciervos, pero matar por descuido o por vanidad a una gacela seguida por su cría está muy mal. Y en la vida todo se paga, Oklahoma...
No había sido fácil esta vez. Wanda llegó agotada a su casa después de dos días interminables de manejo, con el baúl del auto lleno de carne de ciervo y de Bernardo. Un viaje matador, y encima sola para todo. Tener que descargar el auto, cavar una fosa más grande que las otras, arreglar todo el jardín. Por suerte, el vivero todavía estaba abierto y la variedad que necesitaba la estaba esperando. Las rosas agradecen siempre los buenos nutrientes. Wanda lo sabe.

Terminada la labor del día, se instala otra vez en su alma la imagen de su propia muerte cercana, y la inquietud y el desasosiego la torturan por dentro y por fuera. Habría deseado un jardín de rosas, magnífico como el del Palermo, pleno de colores y perfumes que le devolvieran los sueños pisoteados por tanto macho inmundo. Sin embargo, mirando bien, allí están también la Michele Meilland con su rosado tierno y suave interior salmonado; la Crasavitza Festivahia con su blanco puro y bordes de cereza; la King’s Ransom , amarilla como el sol ; la Madame Driout de rayas verticales sobre los pétalos ciclamen. Es mucho, mucho. El corazón de Wanda no puede con tanto dolor. Ya no recuerda todas las historias. Las caras se le mezclan con las rosas…
De pronto suena en el aire el chiflido musical de un afilador y Wanda piensa en el flautista de Hamelin. Corre a la puerta cuando el hombre llama.
“Soy yugoeslavo, señora! Yugoeslavo solitario, nuevo trabajo. Algo para afilar?”
Wanda sonríe y sonríe. Lo ayuda al hombre a entrar la bicicleta con la piedra de afilar. Sonríe como una niña recién nacida y corre a la cocina a buscar todos sus cuchillos. Por la ventana mira sus rosas, más resplandecientes que nunca bajo el sol del mediodía.


Las Cajas

“Casa nueva, vida nueva”, sentenciaba abuelita como un hechizo cada vez que alguien se mudaba, si bien ella nunca lo hizo por propia voluntad y todas sus nuevas viviendas fueron un paso atrás. Hacía ya varios días que yo me repetía la frase una y otra vez, para convencerme de que la decisión tomada e irrevocable era la correcta. Y creía haberlo logrado.
Unas cincuenta cajas blancas doble protección y tres roperitos, soltó el de la mudadora. Ya se los bajamos del camión.
Escalofrío.

La mañana siguiente fue el fin de la casa normal, el punto final del mismo orden de años. Diecisiete años en cincuenta cajas y tres roperitos. De pronto los cincuenta infiernos blancos y vacíos, dispuestos a tragarse todo, tomaron por asalto el living, la cocina, el comedor de diario, la habitación de servicio y los cuartos. Abrieron lentamente sus enormes bocas para saciar su voracidad con todo cuanto pudiera doblarse, plegarse, apilarse o tímidamente acurrucarse en uno de sus rincones.
Tengo que ordenarme. Empiezo por los libros. Pero los libros dormían tan profundamente su sueño intelectual que no me atreví a despertarlos tan pronto. Así que por algún motivo impreciso el primer lugar fue la baulera del sótano.

Mi bicicleta anaranjada. Ruedas en llanta. Y yo puteando y riendo entre los árboles que bordeaban el lago tratando de meter el pico del inflador de Anita en el coso de la rueda desinflada, y las dos partidas por la risa que no nos dejaba ver nada. Nada de la realidad. Mejor la rueda y el inflador, mejor la risa y el lago que la leucemia. Anita. La puntada feroz en el centro del alma y esta inagotable película de pérdidas que me asalta a mano armada. La bici sigue ahí, con un sueño sin terminar y un inflador desaparecido.

Desde el piso late la máquina de coser de mamá y al lado, en extraña compañía, la máquina de coser de mi ex suegra. ¿Para qué guarda una dos máquinas de coser si no sabe ni dar una puntada? ¿...?
Listo, nena. A ver, probate y mirate en el espejo. ¿A ver cómo te quedó? Esa noche Daniel me pasaba a buscar y si yo no le decía ni se daba cuenta de mi pollera nueva. La máquina de mamá la guardo igual. El portero agradece sin entender por qué no me quedo con la otra que es mucho más nueva.

Una, tres, cinco, siete bolsas de cotillón que sobró de la fiesta de quince de Valeria. Los sombreros de raso y cascabeles, las máscaras de plumas y lentejuelas. En fin, era el regalo del padre, y ella estaba tan feliz que me olvidé como Cenicienta del despilfarro que significaba esa noche lujosa y que el arreglo de los sillones gastados o la cama desvencijada de Florencia habría costado la cuarta parte del alquiler del salón. Está bien así, ya nadie va a cumplir quince años nunca más en esta familia. Los sombreros y las máscaras están allí. Y la sonrisa de las chicas cada vez que recordamos la música y el baile.
Todo lo demás se tira o se regala, que es otra forma de sacarlo de nuestra vida.

Señora, la máquina de escribir funciona?
Sólo si usted sabe escribir...

Si la valija de cuero endurecido fuera puerta, chirriaría. Adentro, fotos amarillas que no quiero mirar. De pronto un sobre blanco se me adhiere a las manos y sin pensarlo lo dejo abrirse: se desliza de adentro el golpe sordo. Laboratorios Laplacette y Piccaluga y Pablo que espera mi reacción imposible porque no entiendo qué quieren decir esos números. No hay nada que hacer. ¿Qué querés decir? Eso, que ya no hay nada que hacer, tiene metástasis de la cabeza a los pies. La bruma interna se apodera de todo hasta que un mes más tarde llego a Villa Gesell con las cenizas de mamá aún tibias sobre mi regazo y las lanzo en el océano frío como ella quería. Si fuera película, sería la parte donde la gente tose y abre las carteras con sigilo. Se agolpa otra vez el llanto entre el carnet de la obra social y su cédula de identidad nunca antes tan inútil. Ya no puedo guardar esto. Ha dolido demasiado.

Subo del infierno más lejano a la claridad del living ya sin cortinas, porque Rosita dijo que es mejor llevarlas limpias, listas para colgar. Las cajas se apilan día tras día con la porcelana y la cristalería. Dos autitos Matchbox de colección, jamás en marcha sobre un estante vacío, es casi el único juego que quiero recordar de ese papá indiferente, que optó por escapar de todo. Contengo el aire con los adornos heredados para no sucumbir ante el encuentro desprevenido con todos mis muertos. En el chiffonnier se desparraman sin pudor las cartas de los hombres que me amaron para siempre durante unos meses o unos años.
Ay! Cincuenta cajas es el grito. Quiero un fuego devastador, fácil y total, que no me obligue a decidir con cada estatuilla, y a la noche una aspirina para engañar al dolor de cintura por unas horas. Cuatro de la mañana es la hora fatal de la mixtura. Todos regresan a las cuatro, cuando temen hasta los colectivos de Cabildo y el silencio se mete por mis oídos y me vacía la cabeza. Siete y media y toco “Casa!” Respiro profundo- desayuno- facultad de Florencia- colegio de Valeria- cajas boca arriba boca abierta y llego a los libros.
Iba a ser el principio pero es el final. Mil quinientos intentos de aprender algo nuevo de filosofía china, budista o hindú, de literatura inglesa, francesa o latinoamericana, de cine, de teatro o de fotografía, de t’ai-chi, de yoga o de otras variadas técnicas corporales.
Mil quinientos libros es una hermosa biblioteca de clásicos y fuentes, de joyas literarias. Cunita y refugio. Mickey Mouse y Mafalda con cuencos de agua fresca entre tapas de colores. Codo a codo con Jorge Luis y Chuang-Tzu. Ultima noche sin cuatro de la mañana.

El camión y el timbre temprano. Mientras los expertos acá le desarman el bahut éste, los muchachos van bajando las cajas y los roperitos. Usté, tranquila.
Recorro el cascarón de la vida hasta acá y me pregunto qué es lo que va en las cincuenta cajas. Unas pocas llaves ponen un insólito punto final y el ascensor se aleja del puerto. Las chicas me miran. Florencia me sonríe con sus ojos profundos mientras Valeria me aprieta la mano. Planta baja, auto en marcha y el destino que se abre cuadra a cuadra.

Casa nueva, vida nueva, abuelita, cuando finalmente atravesaste la puerta, devuelta a tu tierra natal y elegiste, por ser la última vez que se nos permitió ver, una vida en verdad nueva.




De príncipes y azules

Por las sendas del camino de la heroína, una ya ha visto más de un príncipe autodenominado azul, más de uno consagrado con la cinta azul de la popularidad, más de otro prometiendo azul cobalto y oro como el Sèvres o concentrado en el chakra azul del espíritu. Un verdadero muestrario de tonalidades añiles a disposición de una, que ha elegido - y mal - tantas veces. Príncipes que destiñeron al primer lavado, aún usando los mejores jabones y cremas de enjuague; príncipes que no tenían de azul ni lo blanco del ojo; príncipes que no sólo carecían de la más delgada capa azulina sino que no habrían llegado a príncipes ni compitiendo de a cuatro para obtener cuarenta principados de premio.
¿Se ha desilusionado una por tamaña frustración? Quizás. ¿Ha dejado por ello una de proseguir por las sendas del camino de la heroína en busca de ese brillo zarco en la piel dorada de un príncipe único, insustituíble, signado por la vida y el destino para placer y felicidad de nuestra vida? Decididamente, no. Una no ha hecho más que equivocarse para dejar de hacerlo. Una ha llorado para limpiarse, y se ha caído para ponerse otra vez de pie. ¡Que no podría una llamarse "heroína" si abandonara su camino y su propósito al primer traspié!
Así es que habiendo aprendido que el mero enamoramiento tiene mucho de miento, habiendo lavado príncipes para consignar si pasaban la prueba del azul, habiendo llegado y partido más de dos o tres veces, lo que una ha hecho en el transcurso es precisar los contornos, cotejar las diferencias, y todo para conectarse con el propio deseo: ese deseo de ser feliz en presencia de lo que en verdad se quiere para una. Una ha empezado a describir y comprender qué tonos cerúleos no le apetecen, qué principados no habitaría ni loca que estuviera, qué caballos blancos no montaría ni disfrazada de princesa azteca. Es ahí cuando mirando atrás una descubre en un abrir grande de ojos y con el aliento contenido, que ninguno de los príncipes visitados era el propio y que es preciso seguir.
Los príncipes verdaderos - que pueden llegar a ser cualquiera que encuentre a su princesa adecuada - a veces aprenden. Cuando un príncipe crece, a veces también encuentra la poción mágica que le permite ser azul como el Mediterráneo a los ojos de una. Entonces una llega, casi sin darse cuenta, quizás en una segunda o tercera visita casual por una comarca conocida, y de pronto le parece ver un destello garzo en la mirada, un azul de Sajonia, de Prusia o de Turquí en la mano, un tornasol verdeazulado en la brisa que acompaña al príncipe... Las aguas interiores se aquietan y tiemblan, los poros del alma se expanden, y mil sonrisas se abren como magnolias en el cuerpo. El príncipe es todo él, misma esencia que una, mismo fuego, mismo azul. Una tal vez ha llegado a destino.

La historia de Li Ai

PREFACIO

Chüan-chi , un subgénero dentro del cuento chino, significa "narración extraordinaria" y se refiere a cuentos de 350 a 3.500 ideogramas de extensión en los que, si bien el interés fundamental está en el carácter humano, aparece con frecuencia algún elemento extraordinario o sobrenatural con el que debe enfrentarse el protagonista. Sigue reglas formales y estilísticas muy precisas, como es el caso del Li Wa Chuan ( La Historia de la Bella Li Wa), de Po Hsing-chien (775-826), con el cual se engarza el cuento siguiente.
La Historia de Li Ai, responde al chüan-chi y se habría llamado Li Ai Chuan de haber sido escrito por un autor

chino de la dinastía T'ang, pero es en realidad un brote literario nacido de mi sobreabundancia de amor hacia la

cultura china.

LA HISTORIA DE LI AI

Li Ai era la tercera de cuatro hermanos, hija de la bella Li Wa, duquesa de Chien Kuo y de aquel famoso gobernador de Chin Ch'ou, hijo del Señor de Hsing Yang, cuya historia era ya legendaria.
Ninguna criatura que haya sido fruto de un amor tan extraño e intenso puede ser simple o vulgar . Li Ai llevaba dentro de su alma una chispa de vida, un candor especial que la distinguía entre millares de jóvenes . Admiraba la naturaleza y el arte que expresaba a la naturaleza en el papel, o en la voz. Sus ojos oscurísimos se rasgaban aún más cuando leía a Lao y a Chuang.
Una vieja sirvienta de la casa, que la malcriaba con los sabores más exquisitos, solía contarle historias de inmortales que habitaban las montañas al sur de la propiedad.
“ Los has visto alguna vez, Chien-Mei?”
“Yo no”, contestó la vieja mientras el sol se ponía tras las cumbres escarpadas, “pero por el camino que bordea los Manantiales de Jade puede alcanzarse un antiguo sendero de piedra que lleva al monasterio taoísta de la Cumbre Blanca”.
“En la Cumbre Blanca no se divisa ninguna construcción, Chien-Mei. De qué me hablas?”, inquirió Li Ai, sintiéndose algo burlada.
“Desde ya que no se divisa, porque está inmerso en las nubes que jamás se disipan. Cómo podrías verlo desde aquí?”, replicó Chien Mei mientras seguía pelando unas alubias rojas, ésas que cantaría el poeta Wang Wei unos años más adelante.
Li ai no concilió el sueño esa noche pensando en el modo de llegar al monasterio. Las preguntas y una emoción nueva le invadían el corazón, pulsando de tal manera que por momentos creía que iba a estallar en infinitas partículas. Así fueron pasando los meses de otoño y de invierno mientras Li Ai estudiaba sus clásicos preferidos y clavaba sus finos ojos negros en las nubes que escondían el monasterio. Cuando las primeras azaleas florecieron en los prados, Li Ai comenzó a dar largos paseos con el pretexto de traer hierbas arómaticas para la cocina de Chien- Mei.
Una de esas tardes llegó hasta los Manantiales de Jade. Eran frescos y musicales, y cuando el sol brillaba en lo alto se abría paso entre las copas de los enebros iluminando las piedras verdeazules por las que se apremiaba el agua. Li Ai se sentía feliz de haber descubierto este sitio. Decidió volver en cuanto le fuera posible.
Los dos hermanos mayores de Li Ai eran jóvenes aplicados que, por su dedicación al estudio y gracias al esmerado trabajo del Maestro Wang Hsuan-Tao, habían aprobado los exámenes oficiales con los más altos honores y gozaban ya de cargos importantes en comarcas cercanas. El hermano menor tenía problemas de salud y pasaba largas temporadas al cuidado de los tíos paternos, expertos en curas prolongadas.
Para el Maestro Wang, que había vivido con la familia por más de treinta años, educando primero al padre y luego a los hijos, la vida parecía oscurecerse en el horizonte. Era ya anciano y de no ser por la generosidad de Li Wa, habría caído víctima de la vejez y el desamparo. Pero la duquesa, que nunca más había podido soportar el dolor ajeno si de ella dependía el alivio, ofreció al Maestro Wang la educación superior de Li Ai.
No era común que una adolescente del siglo ocho en la China de los T'ang recibiera este tipo de enseñanza, reservada a los hombres que rendirían los exámenes civiles, de cuyo resultado dependía convertirse en funcionario imperial con las prerrogativas que ello involucraba. Sin embargo , el padre no se opuso al pedido de Li Wa y dado que a Li Ai casi nada la entusiasmaba tanto como estudiar y soñar, y dado sobre todo que a su padre casi nada lo emocionaba tanto como discurrir en largas charlas filosóficas con su joven hija, las clases se iniciaron inmediatamente.
Es preciso aclarar que esta familia era a los ojos de los extraños tan clásica y noble como cualquiera de su época, pero en su fuero interno las relaciones entre sus integrantes habrían espantado a la mayoría; empezando por el dulce apego del padre hacia sus hijos y la pasión estremecedora entre la bella Li Wa y su esposo. Se sumaba a la lista de excentricidades el curioso hecho de que Li Ai no había sido comprometida con joven alguno desde la infancia ni mostraba apuro por encontrar un esposo.
En pocos meses el maestro Wang se había dado cuenta de la inteligencia y espiritualidad de Li Ai y el vínculo entre alumna y maestro se había profundizado sólidamente.
“Más exquisita que sus hermanos, sus pensamientos son elevados y no será sencillo para ella encontrar comprensión en este mundo”, pensaba con frecuencia el maestro al observar a su discípula.
En la mañana del día ch'uen-fen (equinoccio de primavera) del año ting-ch'ou (797 del calendario cristiano) Li Ai salió temprano de su casa sin otra compañía que una antigua versión manuscrita de los Capítulos Interiores del Chuang-Tzu. Caminaba lentamente porque sus pies ya habían sufrido una leve distorsión a causa de los vendajes; muy, muy leve porque su madre, que jamás los había llevado, no toleraba verla llorar cuando era niña y le aflojaba las vendas entre caricias y consuelos. Gracias a ello Li Ai gozaba del placer de caminar, absolutamente vedado a las demás muchachas de su elevada condición.
Se internó por el bosque de enebros siguiendo el curso del arroyo hasta los Manantiales de Jade. Al llegar, el lugar se iluminó con su presencia. Las sensaciones de Li Ai hacia la belleza del paisaje eran tan sinceras que el entorno las refractaba embelleciéndose más aún. Se dejó llevar por los cantos de los pájaros y sin pensar siquiera se presentó ante sus ojos el sendero de piedra del que había hablado la vieja Chien-Mei, invitándola a la escalada.
Se disponía a subir cuando oyó los cascos de un caballo aproximándose con cautela. Un joven de extraños atuendos multicolores caminaba delante de él. Sin sujetarlo siquiera de las riendas, el corcel lo seguía obediente, como si ése fuera el único destino posible y además, el mejor de todos. El joven y Li Ai se sonrieron. Ambos creían conocerse sabiendo a la vez que jamás se habían visto antes.
Tampoco hubo necesidad de explicar lo que era un objetivo preciso: ambos iniciaron el camino de ascenso al monasterio.
Caminaron muchas horas sin cansarse, sin hambre ni sed. Los sonidos se tornaban imperceptiblemente más puros y los colores adquirían un nuevo brillo, o serían quizás los sentidos que se liberaban de impurezas y captaban lo que antes ya existía fuera de la percepción ordinaria?
Nada sabía Li Ai de ese hombre, ni él de ella, sin embargo nunca había estado la joven más segura de los sentimientos de una persona como lo estaba de él. La paz del único encuentro posible con quien había deseado siempre sin saberlo hasta entonces abarcaba todo el espacio, todo el tiempo. Las imágenes comenzaron a llegar a la mente de Li Ai: primero regordetes niños verdeazules que cantaban notas de bienvenida al mundo interior, luego cristalinas figuras entre nubes espiraladas y escamas de dragón anunciaban la llegada al pabellón sagrado . Li Ai se maravilló como jamás lo había hecho antes, ni siquiera en sueños. Su compañero le sonrió tiernamente, se tomaron de la mano e ingresaron al vestíbulo sin dar paso alguno. Sus movimientos no dependían ya del cuerpo sino de otra fuerza más poderosa que llevaban dentro de sí.
En el primero de los nueve pabellones que componían el recinto sagrado se les presentaron tres deidades: Pai-yuan ,Wu-ying, y Huang-lao chun. Sus semblantes eran frescos con la tersura de los niños. Sonrieron al recibir a Li Ai y a su compañero. De sus sonrisas escapaba el tintineo de campanas de jade. La misma brisa que los había traído hasta aquí los trasladó al tercer pabellón, llamado Ni-Huan. Allí tomaron conciencia de los Cinco Espíritus de la Unidad que aguardaban pacientemente. No hablaron con palabras pero ambos jóvenes comprendieron la enseñanza acerca de la preservación de la vida como vehículo para la unión con el Uno. En profundo silencio ingresaron al interior de la Gran Perla en Movimiento Perpetuo y allí descansaron.
El piar de los pájaron es siempre una música deliciosa, pero despertar con el trino de un ruiseñor supera cualquier felicidad en esta tierra. También esto recibieron como despedida Li Ai y su amigo. El crepúsculo se anunciaba entre las agujas de los pinos cuando el pájaro cantó y ellos se encontraron nuevamente en el bosque, junto a los Manantiales de Jade. Ambos se miraron y rozaron sus mejillas en un único gesto de despedida. El joven partió hacia el sur seguido de su caballo fiel y Li Ai retornó a su hogar en plenitud de alma.
Chien-Mei abrió la puerta exterior para recibirla:
“Preparé las alubias rojas”, dijo cuando Li Ai hubo traspuesto el umbral. Ambas rieron.
¿No es acaso curiosa la comprensión profunda que a veces se da entre las personas sin importar el rango, la procedencia o la edad ? Sin importar nada absolutamente, con tal que los ojos brillen ante la misma luz.
Los antepasados de los antepasados de la otra parte de mi alma contaban esta historia que no puedo sino repetir para que no caiga en el olvido. He tomado humildemente el pincel el día ching-ming del año chia-hsu, unos novecientos ochenta y siete años después de la caída del imperio T'ang.


Fei Ai-Li

El encuentro con Julio

Era una tarde parisiense tan llena de gris como otras cuando todos nos sumergíamos en el subsuelo de túneles para ser llevados más allá. Todos adentro de nuestras peceras con ruedas de goma íbamos ajenos al saber de alguien que las conducía por la oscuridad. Todos quietecitos para evitar el recargo del cansancio diario, para evitar el roce con el otro, la mirada desconfiada del otro. Ví los rostros de unos ancianos de pie, plegados de piel en exceso, resecos; ví los rostros de unos jóvenes, rosados y
translúcidos. Algo lejano surcaba mi mente, una frase que no lograba ubicar en el sitio adecuado del recuerdo…
De pronto trascendí el cristal de mi pecera y te ví, Julio, sentado inmóvil muy próximo a otros en la pecera vecina, y tus ojos claros y cansinos se unieron a los míos junto a una sonrisa compartida que me devolvió el lugar preciso del recuerdo de tu libro. Apoyé mis dedos flacos apenas en el vidrio y tu mueca registró mi movimiento. Decías: "Fue su quietud lo que me
hizo inclinarme fascinado la primera vez que ví un axolotl."

11 de setiembre de 1998. Escrito a Julio Cortázar, escritor argentino

Amor de selva

Torpemente escondida entre las filigranas de un helecho gigante, la joven pecarí inunda de mirada al jaguar dormido. Los dibujos de su piel de oro se abren como flores al respirar, hipnotizando de deleite a la pecarí, que no atina siquiera a suspirar.
“Si pudiera mi piel resplandecer así…”, piensa. “Si tuviera los adornos de las Yanomani…Ay, si tuviera el vuelo sutil de una guacamaya, quizás él me vería entonces y podría despertar el ardor de su corazón. Ay!, si me viera bella y posara en mí sus ojos…!”
Los ojos de la joven pecarí se cierran de dolor un instante , y dando sin pensar un paso atrás con sus patas cortas, despierta de pronto el rumor de la jungla.
El jaguar, sobresaltado de su sueño, alza súbitamente la cabeza y dispara el fulgor de sus pupilas sobre la pecarí, que lo mira de pronto sin poder creer la emoción de verse observada con tal intensidad. Con su trompa arrugada esboza una sonrisa que el jaguar no ve, porque ya ha tensado su musculatura y hundido sus garras en el tronco de su lecho.
La joven pecarí emite su sonido ronco de amor cuando el jaguar, de un único y certero salto, le muerde el cuello en el primer y último beso de colmillos y de sangre.
Entre las ramas altas de las ceibas, algunos periquitos repiten sin cesar la historia de una pecarí que murió de amor.

Portola Valley, California- agosto de l998.

Two Tangos

Bandoneón a tiempoTango

Cuando todo parecía sucumbir
Con el amor perdido y todo lo demás
Me encontraste llorando en un rincón
Y sin saber
Tu acorde me salvó.

Un tango, un bandoneón a tiempo
La voz de Podestá en el viento
Son la memoria,
Son mis recuerdos
Y una parte rescatada de mi historia.

La pasión del quinteto de Lisandro
O Kolker apretando mi cintura
Me trajeron embriagada de emoción
Fue la milonga,
Y sin saber
El final de la locura.

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Sin ella
Tango

Si no hubiera sido por ella
Sin el ardor de sus besos de seda
El extravío o el alcohol
La soledad o el mal de amor
Me habrían derrumbado sin estrellas.

No es confesión de café
Tampoco un acto de fe
Acaso un candor adentro.
Sus manos en mi pecho
Y su sonrisa
Son la certeza de mi centro.

Si no conociera su aliento
O el sueño tibio entre sus piernas
Una vida sin fervor,
Una pena sin canción
Serían mis vencedoras eternas.

No es confesión de café
Tampoco un acto de fe
Acaso una dicha adentro
Sus ojos en los míos
Y su sosiego
Son la certeza de mi centro.

Three Songs

Reflections

We were two
Late at night
Early in September.
Watching intently each other´s eyes.
What you saw
And what I saw
no one else can tell…

We were two
Deep in the jungle
Cast away.
Sharing quietly our wizards inside
You could see
What I could see
The purity within.


Crossing the borders of desire
There´s another land
Where we can be whoever might be.
We step in and stay within
But walk beyond.
What you know
And what I know
Who else but us can tell.

My brother, my son , my father , my lover.
Your sister, your daughter , your mother, your lover.

My teacher, my disciple, my master, my slave.
Your teacher, your disciple, your master, your slave.

My healer, my sicked, my music, my voice.
Your healer, your sicked, your music, your voice.
Our music, our voice.
One music, one voice.
The echoes in the stars
Reflections in the sky.




Leaving soon

You entered the set,
Your smile made me faint
But we couldn´t speak,
Someone had said “Action!”
Then during the break
You gave me your name
Nothing could take place
We would soon be leaving.

Not just leaving that place
But going away
Apart in the map of the world.
What is the connection
Between fate and destination?

Vicino, lontano
in ogni modo mi mancherai
ho buttato tutte le maschere
guardi l´anima mia
una volta in più.

We talked and we kissed
My eyes made you faint
We offered each other
A part of our stories.
You talked on the phone:
“I just can´t go on
Nothing should take place
We will soon be leaving”.

I say:
It´s fear that´s mining the present
The pain of falling into the unexpected
What is the connection
Between fate and destination.

Vicino, lontano
in ogni modo ti mancherò
hai buttato tutte le maschere
stò guardando l´anima tua una volta in più.






Wu-Wei (Don´t Interfere)

Stand in contemplation
Of the richness of Nature.
Watch in fascination,
How the rythms of life
keep their timing so perfect.

Dance with the music of stars
In your silence inside
The mind quiets…

But don´t interfere
Don´t try to change what is perfect by birth
Don´t interfere
Don´t try to add to what´s full from the start.

Talk with the persuasion
That your voice is unique.
Grow with the conviction
We can still heal the land.

Let´s accept we´re so small
While all mountains are high,
That the rivers must flow,
And the woods should grow wild.

And don´t interfere
Don´t try to change what is perfect by birth
Don´t interfere
Don´t try to add to what´s full from the start.
Wu-wei, wu-wei, wu-wei, wu-wei….

1994

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Desenhebrados del alma

A la vera del río escarbé la tierra
buscando el llanto de mi sangre.
Toqué los árboles y una roca
hasta esperar la llegada de la luna.
En la noche dormida
se apoyó la luz blanca
y brotó en éxtasis,
desde lo más profundo,
burbuja de ensueño:
el regalo de la tierra.




He hallado una inmensidad, oscura como el espacio sideral, brillante como las arenas del tórrido Sahara, fría como las fosas submarinas, caliente como Alpha Centauro.
Ay de la emoción más brutal que se hunde en mi carne y necesito estallar en un silencio sin tiempo.
Ay del viento en mi sangre, que me arrastra hacia lo que jamás ví!
Ay del sueño en la madrugada, de las horas pequeñas y detenidas.
Ay de la locura que se escurre…
No me sirve el llanto, ni el grito, ni el silencio.
¡Cómo aplacar el transcurso! ¡Cómo callar la felicidad y el fin!
Todo se ha tornado el sentimiento y tantas estrelas en las manos queman mis palmas. Las he arrojado, pero han vuelto.
¿Cómo liberarme del aire que respiro sin morir?
Maravillosa puerta de ingreso al infinito misterio…en algún lugar del camino estarás!
Si consigo permanecer en la irrevocabilidad de un atisbo de lucidez, la habré traspuesto.


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Ganesha

Ya estás aquí, oh Ganesha!
Tu ojo encierra la sabiduría y la templanza.
Sin miedo te percibo, escondida en la jungla,
mientras tu paso mudo arrasa con la hierba.
Los vientos te circundan,
la furia está presente,
pero en la mente lo más hondo late.
Me sabes cerca, no te arredra.
Los vientos me rodean y no encuentro mi nombre:
la magia está presente.
Entre las lianas la luna asoma;
la tierra cede, cálida en la noche.
Demencia verde, primitiva, fugaz, eterna.

Mayo de 1990
Otra mente ha emanado de mí;
en otros pasos me veo: con la bella joven muerta
contemplando los jardines del Ryoan-ji.
No he dejado sin embargo
de estar aquí, a tu lado,
con mis hijas y los libros.
Multiplicada en las caras de un espejo de cuarzo,
las sensaciones explotan, simultáneas y diversas.
Empujada por los cuatro vientos
la conciencia se aferra al centro.

31-10-90


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Los círculos concéntricos resplandecen en la superficie del lago,
cautivantes,
pero la piedra olvidada desciende en sinfonía de vibraciones hacia el fondo.
Asi precipita la pulsión de vida hacia el centro del alma
cuando se pierde contacto con el color y la forma;
así se disuelve el alma cuando el silencio cunde
en el interior vacío de la nada.
1-5-91




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Como era entonces, en el origen
la primera vez que los ojos de la mujer y del hombre se hallaron,
del mismo modo hemos descansado en nuestras miradas,
fundiendo colores,
creando las formas eternas y aún nuevas.
¿Qué quedará de nosostros?
¿Quién dirá ante nuestras cenizas, del sentimiento, del ardor, del desvelo?
En otro tiempo,
cuando se repita el encuentro de otros ojos,
habremos renacido,
produciendo el milagro,
el mismo que existe hoy cuando, sin saberlo,
en el beso se iluminan las cenizas ocultas
sobre las que pisamos desde hace milenios.





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Despliega el látigo
y envía el tigre a la montaña.
Deja que tu pulso pinte las palabras de Li Po.
Toca las verdes hojas del bambú
y siente al sol sentado bajo el shinko en otoño.
Escucha el espacio entre las rocas del arroyo,
y sobre todo, no busques.
En el vértigo de la paz
habrás hallado al Tao.
1988


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De tu no-ser y del mío
he percibido el sentimiento
que nos une;
me confunde su existencia,
su aparente fuerza
que me impulsa hacia tí,
que te desliza hacia mí.
Un brote de la nada,
gestación del vacío.
Las risas en el mar…
Participación en el silencio:
amor mudo.
1991






Mujer kayapó
préstame tus aros
visteme con tus plumas y tus cuentas
hasta trocar
mi salvaje urbanidad
en tu pureza.

Mujer kayapó
enséñame el perfume
natural de tu selva
para desterrar
de este cuerpo mío
el sabor del sufrimiento.

Agosto de 1998

Con la ventana abierta, me dices,
se oye el murmullo del agua…
y desde lejos escucho tus latidos
y siento los besos tibios
que de pronto se encienden en un gemido
que acaban por ahogar el canto del agua
y se funden con ella…
Y el arroyo los lleva
tumultuoso hasta el mar
y el océano estalla
por nuestro rugido voraz
en olas gigantescas que salpican estrellas.
Y con tus últimas caricias descansando mi piel,
el Pacífico se adormece en un sueño tranquilo,
y el arroyo que corre, mensajero de amor,
regresa su murmullo en la noche tan quieta,
y te acuna sin mí.

9 de julio de 1998

Sólo la ternura


Sólo la ternura
frágil y pequeña
necesito,
suspendida en puntillas,
mirando el abismo.

Sólo la ternura
de un beso en los labios
necesito,
sobre la piedra inestable
al borde del precipicio.

Sólo la ternura
de tu abrazo terciopelo
necesito,
que me quite el vértigo
en el filo del vacío.

Sólo la ternura…
Así no muero.
Así no muero.
Asi no muero.




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Los pies helados en la cama gritan la soledad.
Si sólo me desangrara para sentir algo tibio fluir…
Las manos tiesas de frío duelen tu ausencia
cada vez más lejana y definitiva.
Y el día de hoy que no acaba de irse…

4 de noviembre de 1998


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Sin aliento te percibo de pronto borroso
a través del cristal roto de mis ojos
y eres la daga final ante mi vientre
la flecha lanzada
el tiro disparado
el estallido adentro
mi lagrima cayendo una y otra vez
misma lagrima que rueda hacia el mosaico
y renace virgen para caer.

Sin voz te escucho el silencio
a través de las paredes de mi hueco
y eres el vacío del hambre
el cuchillo filoso
la metralla sorda
la explosión interna
mi muerte incendiada, idiota,
insignificante
que rueda invisible entre las multitudes


Dejo de ser por no haber podido ser por mí
por haberme ofrecido casi por kilo
por dejarte cortarme en trozos
asi dejo de ser
y qué poco importa
qué nada importa ahora.






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Qué hago ahora con los añicos de mi sueño?
Cómo podría siquiera imaginar la luz?
A tientas, a tientas me agrieto en el desgarro.

No quiero morirme todavía.

Pero en la cama,
la ciénaga me jala las piernas.
Su frío me punza, me hiere, me hiela,
y debo ceder,
hundirme y ceder
hasta la asfixia del grito detenido.

Qué hago yo ahora con estos miles de cristales
destrozados adentro?
Si no puedo decirte “ amor”,
cómo te llamo?



9-11-98





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Un picotazo de rapiña en la crisálida delgada
rasgó alguna vez la seguridad
y perdí, sin notarlo, el agua de mi útero.

El destiempo avanzó oscuro
secando las alas
en la niñez temprana,
agotando el vuelo, antes de ser.

Maduró el cuerpo encerrado
en el capullo muerto
y cuando llegó el alba del nacimiento
y la membrana se abrió a la luz,
mi mariposa frágil
agitó una vez sus ansias
y se deshizo en polvo dorado
que una ráfaga inconciente
dispersó en el aire.

20 de noviembre del 98.







Devuelta a la superficie
de tu mano que se hundió
a buscar una a una
entre las aguas del cenote
mis lágrimas derramadas.

Creí ver que me veías…

Traída a la luz,
en tu pecho, entre tus brazos.
De estas aguas por años dormidas
arrancaste el suspiro.

Sólo uno.
Y desvanecido.



Al abrir los ojos
el silencio invadió el alba
y ya no amaneció.

Cegada por la quietud
ahogada otra vez en la locura
de esta soledad de peste,
tu ausencia sacudiéndolo todo,
la ilusión del cimiento, partida.

No sé más dónde estoy.
No hay mapas, ni códigos.
No hay camino, ni estrella.
Me queda este aquí
insensato, enfermo, acribillado,
y mis dientes apretados
para sobrevivir.

26 de diciembre, 98





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Quién acompaña mi llanto?
Los niños que mueren son los que saben
Niña ardida en la hoguera
Niña oculta en la guerra
el eco de tu grito quedo se me parece.
En eso se han convertido mis cerezas.


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Leelo y sangrá
rasgá las palabras a mordiscones
hasta que se te llaguen las encías
y el pavor te cale por los dientes.

Leé mi abandono
dejá la arteria abierta en la tormenta
hasta que drenes todo el miedo
y el vacío se adueñe de tu médula.

Pero dejame padecer mi muerte sola
No vuelvas para irte
nunca más.
Que entre tantas muertes
sé que una, pronto, será la última.

26/12/98


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Voy preguntando dónde están los veranos
pero nadie me contesta.
Ya se escaldaron mis pies
y la gente me mira como si pidiera dinero.
¿Dónde hay un verano?
No pretendo uno nuevo,
el recuerdo raído de un día soleado,
palita olvidada a la orilla del mar,
risas irisadas entre dunas calientes.
Bastaría con el perfume de un damasco,
o una brisa entre pinos.
Sería suficiente rememorar unas gotas de sudor
atravesando un campo dorado.

Pero no hay siquiera un demente que corra la piedra
y revuelva mi tumba.


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Me pishé encima para que mi madre volviera a lavarme
y cambiar mis pañales.
Pero su muerte no entiende la mía
y la espero en vano,
hediendo y gritando socorro.



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Interior. Nada. Noche
Ocuridad. Sonido…corre…Cámara…anda
Acción!
Las marionetas se alzan de repente,
pero las poleas fallan, las cuerdas se cortan
los fresneles que nunca se encendieron estallan
como una bomba a lo lejos.
La desgracia corre abrumada y se agazapa
bajo mi pelo.
No sabemos qué hacer, ni ella ni yo.
Pretende acariciar mi nuca arrancándome la piel.
Yo la dejo.
Algo es algo.


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A Alejandra Pizarnik

Trenzo mis poemas con los tuyos, Alejandra.
¿Qué te queda por ahí?
¿Unos huesos carcomidos?
¿Unas cenizas?
Comamos algo juntas.
¿Qué te gustaría?
Sombra agridulce,
resplandor agrio.
Oscilamos en la cruz de un sube y baja.
Vos sabés más que yo,
porque caíste primero.
¿Qué jerarquía da una muerte prematura?
Podrías haber sido mi madre…
¿Escribías el día en qué nací
o ya entonces parías mi dolor y me dejabas el nombre?
Mejor no comas,
que este plato es de sinsabores.
Mejor juguemos a rodar.
Puede que así me despeñe de una vez
y logre oír tu risa.




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Mañana voy a crear personajes felices
que sepan coplas infantiles
y toquen el tambor.
Va a ser gente que se enamora y lo dice,
que hace el amor y se queda durmiendo abrazada.
Gente feliz de morirse de a dos,
comiendo ananá en dados con una cucharita.
Voy a escribir personajes que se miren a los ojos
sin que se les apriete el corazón por eso.
Va a ser gente que se ría abiertamente
cuando derrame el café.
Van a jugar en la playa …
Van a acampar junto al lago…
Van a acariciarse las yemas de los dedos…
y nunca, nunca, van a tener que pensar en mí.

26/12/98



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Esto es todo lo que tengo:
poemas que urde esa zona desconocida y vieja,
como cuentas de un rosario sin comienzo,
desenhebrados del alma,
mi sutra ancestral.



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The Castle of Edinburgh

Edinburgh has its own overpowering giant soaring over every street, lane or alley. It protrudes like a menacing dark shape of stone during the day, especially if the wind draws enormous clouds past its battlements and turrets. One tends to believe such formations in the sky were actually exhaled by the monster to shroud the city under its dominion.
Nothing remains unseen by the ever-vigilant eyes framed in its square windows, and no matter how loud the windpipes may sound in the busy Royal Mile, no matter how many Japanese women may squeak their laughter around me, the surveillance of the castle is never off guard.
Later on, as the town slowly comes to a halt and the sun sets naively behind the hills, the birthplace of King James I blasts into yellow. A sudden metamorphosis of light that will last until my eyes open again in the morning. A shudder makes me gasp beyond my will: Is the radiance of the castle due to a daily kidnapping of the sun, which is taken prisoner as the French soldiers once were? A disquieting thought indeed.
Only one childbirth in its Royal Rooms over five hundred years of history cannot dispel the burden of hundreds of deaths, murders and beheadings which dyed the castle stone slabs with the final blood of so many men.
The fortress is darkness by day and light by night, while the rest of the metropolis struggles to bring out spasms of beauty and green parks as a token to freedom from the overwhelming threat that the stronghold mercilessly casts upon it.

The Old Pond at the Garden of Croft Castle

The silence is broken by the humming of bees and the cries of birds, both near and far. Enough trees and shrubs for small forms of life to settle down here. Enough rooms in the castle to lodge more than the only two inhabitants it now boasts: Lord and Lady Croft, last of the lineage.
Why should beauty bear such a lonely fate? If only there were some five-year olds running around these well-tended lawns to remind me of the ever-turning wheel of life. The birds do their best, but it’s not enough proof. Not today when I come across these nenuphars, waiting in ambush just to draw me back to my own long lost pond. The buds are showing just over the quiet surface of the water. At least they have had the consideration not to bloom in front of my eyes, lest my heart could not resist the memory.