Consecuencia de un cuento
El viaje marcó su tono ni bien atravesé la puerta de casa y un taxi libre simplemente paró sin que lo llamara. El encargado me abrió la puerta con su habitual cortesía y me deseó buen viaje. No sé si habrá sido su deseo o la sonrisa deliciosa con la que esperaba Juli en la puerta de su edificio lo que fue pintando lentamente los colores de esos días. Al llegar al aeropuerto preguntamos si había lugar en el vuelo del martes para postergar nuestro regreso unos días y nuevamente, como por arte de magia, acababan de liberarse dos asientos, de modo que subimos al avión con la felicidad multiplicada: tendríamos tiempo para recorrer lo que queríamos. Porque el tiempo en la selva es otro, y nuestras Aguas Grandes – I Guazú en lengua guaraní- son eso: jungla pura, húmeda, verde, bañada en aguas benditas.
El hotel impecable y la suite, las cenas y desayunos exquisitos y el ritmo pausado de los misioneros no fueron más que el marco delicado para lo que nos esperaba…
Apenas llegamos, dejamos el equipaje y corrimos al parque nacional. Era una tarde de sol y los diez mil metros cúbicos que las cataratas estaban vertiendo por segundo – cuando la caída normal no supera los mil setecientos- se agolparon para darnos la bienvenida. Ahí estaban los monos caí jugando entre los árboles, los coatíes corriendo con sus colas decoradas, ávidos de frutas, los lagartos overos meneándose entre los arbustos, las urracas copetudas haciendo escándalo con los benteveos, los tucanes hermosos y asesinos de pichones ajenos, y esas flores levantando vuelo aunque… no, eran mariposas: millones de alas multicolores en rondas incesantes por los helechos, las orquídeas y las mimosas, comiendo los nutrientes de esa tierra color de brasa. Cada gusano, una promesa de vuelo.
Los circuitos de pasarelas se acortaron con nuestra curiosidad y el sonido abrumador estalló de pronto en una curva para develar el misterio del primer salto. La sonrisa se nos instaló en la boca junto con cada arco iris que brotaba del aura brumosa emanada de las cataratas. Fue el descubrimiento de la maravilla verde para mi hija y de la idealización de la selva añorada para mí. La Garganta del Diablo hacía casi una semana que estaba cerrada porque el agua había llegado a la pasarela. Teníamos todavía cuatro días por delante y rogábamos que el nivel del río bajara para poder visitarla. Al regresar ese anochecer por el sendero que desemboca en los jardines del Sheraton, reviví la experiencia de años atrás cuando, a pesar de las advertencias de Omar, un amigo que había sido guardaparque allí mismo, me aventuré a la caída del sol para llegar al salto de Las Dos Hermanas sola. Era la posibilidad que tenía estando alojada con mi otra hija en ese hotel, como consecuencia del premio a “Wanda”, otro cuento mío. Las sombras se habían extendido y con ellas los zumbidos de los insectos, los trinos de los últimos pájaros despiertos y los chillidos de los monos. El coro íntegro por un segundo cesó y fue entonces que escuché el rugido corto y ahuecado de un yaguareté. Dos ojos que podían estar a trescientos sesenta grados en cualquier parte. La adrenalina me saltó adentro y apuré el paso hasta llegar al césped bien cortado del jardín. No lo vi, pero el hechizo penetró por mis canales como el veneno de una yarará. Pasaron siete años y al volver a recorrer ese mismo sendero, la sangre se me heló con el recuerdo, tal vez por el miedo de que pasara con mi hija lo que había sucedido en 1997, cuando los hijos de un guardaparque y sus amiguitos jugaban a la pelota en ese mismo jardín. La pelota rodó bajo una mata y el pequeño de casi dos años gateó para recuperarla. Ante los ojos de su hermano de seis años, un puma tomó al niño como un gato que se lleva a su propia cría, y desapareció con él en la espesura. Las tragedias no tienen forma ni tamaño, lo exceden todo. Esa noche, la historia volvió a mí en un sueño espeluznante: el puma venía hacia nosotras a toda carrera por la selva, pero el terror a su ataque se opacó de pronto ante la aparición de dos cazadores que levantaban sus escopetas para dispararle, cuando en realidad nos apuntaban a nosotras. Me desperté gritando: “¡Puma!” y temiendo volver a dormirme y que la pesadilla siguiera su curso, pero ésta no hizo sino transformarse en un sueño extraño: el puma había sido apresado y viajaba en el colectivo local, la línea de El Práctico, convertido en una versión casi mitológica del animal, mitad puma mitad hombre. Le pregunté su nombre y dijo llamarse Debeli. “¿Ahora los pumas tienen nombre?” le dije con incredulidad. “Por supuesto, igual que los humanos,” respondió con cierto sarcasmo. “En ese caso, ¿qué clase de nombre es el tuyo?” volví a preguntar. “Un nombre bastante común entre nosotros,” respondió sorprendiéndome. Vaya a saber si se llamaba así el puma que cazaron unos días después de la historia macabra del bebé… El interior de su panza delató su cacería y la familia del niño presa se fue de allí para siempre. Como a Chuang-tzu con la mariposa, al despertar dudé si era yo que había soñado con ser una puma cazada o si, ya despierta, era una puma que había soñado ser humana.
El sábado amaneció con una lluvia insistente, pero la excursión programada se realizó lo mismo. Cuando nos dijeron que la Garganta estaba abierta, no dudamos. Nos montamos en el tren de trocha angosta hasta el inicio de los mil trescientos metros de pasarela sobre el río Iguazú para llegar a uno de los lugares más increíbles de esta tierra.
La lluvia cabalgó desenfrenada sobre un viento que nos pinchaba las piernas y nos golpeaba contra el borde de la pasarela. Al llegar al mirador, asistimos al origen o al fin del mundo: los rayos parecían brotar de las fauces del Diablo para ascender al cielo gris parduzco como si el techo del mundo se hubiese transformado en la piel de un puma. Los truenos calaron nuestro cerebro y la fuerza del agua era tal que nuestros ojos imitaron al caudal, nublando aún más esa visión tan majestuosa como aterradora. El parque acababa de cerrar todos sus circuitos. El público había sido evacuado pero nuestro grupo había quedado varado en el fin del mundo, con un trencito inutilizado por los árboles caídos sobre las vías. No había electricidad, de modo que empapados comos estábamos, no era posible tomar nada caliente que aliviara el frío que da la ropa mojada adherida al cuerpo. “En veintidós años que llevo trabajando aquí, jamás vi una tormenta así,” nos dijo asustado el guía que nos acompañó ese día. Para nosotras, sólo una extraña sensación de felicidad, acaso como la del soldado que sobrevive a la batalla. Dos horas más tarde, el tren volvió a circular y pudimos regresar al hotel.
El domingo fue de Brasil: la posibilidad de tomar distancia de la fuerza que significa tener los saltos encima y captar su dimensión a la distancia, sus casi tres kilómetros de extensión, en una sola mirada. Decidimos no visitar la represa de Itaipú porque la jungla nos cautiva más que la mayor obra de ingeniería del continente, así que después del almuerzo el autobús aceptó dejarnos sobre la ruta 101, a pocos metros de la entrada de La Aripuca: un paraíso pequeño creado por Otto Waidelich y su familia, colonos que decidieron tomar al árbol por su tronco – por ser literal y no usar la metáfora del toro por sus cuernos- y construir un símbolo gigantesco de lo que nos sucederá si la deforestación indiscriminada sigue haciendo estragos en uno de los pulmones verdes más importantes del planeta. La aripuca es una trampa que los guaraníes diseñaron para cazar pájaros; una especie de jaulita piramidal en la que el ave queda atrapada sin lastimarse al “pisar el palito” que la lleva al alimento colocado en su interior. El Sr. Waidelich decidió un día recuperar ejemplares viejos desechados en los aserraderos, como es el caso del impresionante tronco de un ibirapitá de mil años a la entrada del parque, carcomido en su interior por un inmenso nido de termitas. Así fue como se le ocurrió construir una aripuca con ellos, que en lugar de tener el tamaño para albergar una paloma, podría apresar en su interior a varios cientos de personas. La mole extraordinaria está conformada por troncos gigantescos de especies diferentes y es posible ingresar a ella y treparse por peldaños cavados en los troncos mismos, atravesar un puente colgante para llegar hasta el poste central y luego bajar por una escalerita caracol que lo rodea. El césped bien cortado, las flores, la presencia de un puñado de guaraníes con sus artesanías tradicionales en semillas y madera tallada forman parte del paseo, acompañado por el sonido de aguas que transmite Nimia Cabrera pulsando las cuerdas de su arpa, dentro del salón inmenso destinado a reuniones y fiestas. Nos sentamos a tomar un helado de yerba mate y de rosella, bajo la sombra de una mimosa, en sillones tallados por el propio dueño del lugar. Nada podía ser más misionero, salvo la tierra roja y las cataratas. Antes de salir nos enteramos de que es posible adoptar un árbol, que llevará nuestro nombre. Con un aporte único, cada visitante tiene la opción de ayudar a conservar la flora nativa, convirtiéndose en protector de uno de estos gigantes que crecerá a salvo en las chacras de los productores rurales de Andresito, integrándose al sistema de protección local.
Regresamos caminando al hotel, que quedaba a pocas cuadras de La Aripuca, y un ómnibus de nuestra agencia local acababa de llegar para devolver pasajeros de una excursión. Como en todo cuento de hadas, la guía nos sonrió y le pregunté si volvían a Puerto Iguazú. Habíamos decidido pasar las últimas dos noches en un hotel de la ciudad para conocer el pueblo y sus gentes. Así fue como no tuvimos más que recoger nuestras maletitas y dejarnos transportar por ellos hasta la puerta misma del nuevo albergue. La tormenta del día anterior había hecho estragos también en la ciudad: carteles caídos y árboles arrancados de cuajo, falta de agua y de electricidad en buena parte del pueblo, pero ya no en la zona donde estábamos nosotras. De hecho, la electricidad volvió a nuestro nuevo hotel en el momento en que le dijimos a su administradora que tomaríamos la habitación. “¡Nos trajeron suerte!” exclamó con alegría. Con Juli empezamos a creer que algo verdaderamente estaba operando a un nivel que excedía nuestra imaginación.
El Profesor Justo Herrera no es solamente amigo y colega de Omar. Entre los guardaparques, proteccionistas y responsables de ofrecer información sobre el Parque Nacional de Iguazú su nombre infunde un respeto que pocas veces vi. Alto, flaco y con un bigote tan denso como la selva misma, Justo es un apasionado de su profesión: experto en flora y fauna de la selva subtropical, conoce los secretos de todo lo que crece, respira y se procrea en esa zona geográfica como nadie porque, además de estudioso, vive allí desde hace más de treinta años. Tuvimos el enorme privilegio de que nos llevara consigo al parque a las siete de la mañana del día siguiente, nos presentara a Hernán, uno de los únicos dos guardaparques de turno para esa inmensidad de tierras, y con él abriéramos el candado de ingreso a los circuitos. Con una pequeña reverencia, nos dijo: “Aquí lo tienen, todo para ustedes. Que lo disfruten.” De ese modo tan sencillo que parecía brotado de un sueño, mi hija y yo entramos al Circuito Inferior dos horas antes que llegaran los primeros visitantes. La jungla es distinta en cada momento del día, pero el amanecer es el despertar de los pájaros y de las mariposas, es la frescura del inicio, la puesta en movimiento de la vida. Asistir a ese milagro cotidiano en el silencio de nuestros pasos nos cautivó más y más, a medida que nos adentrábamos por las pasarelas. Nos bañamos bajo la ducha inmensa del Salto Bosetti, jugando entre los arco iris que el sol nos tendía, charlando y caminando, conscientes de la bienaventuranza.
Cuando emprendimos el regreso de la recorrida por el Circuito Superior, Hernán nos cruzó para decirnos que Justo nos aguardaba. Volvimos a su oficina y nos tenía una nueva sorpresa: sus amigos de La Gran Aventura nos esperaban para ofrecernos la recorrida por otra zona del parque en uno de los viejos camiones militares abiertos y preparados para el turismo, hasta embarcarnos en el gomón que recorre un trecho del río y se aproxima luego debajo del gran Salto San Martín. Habíamos ido preparadas con trajes de baño y ojotas, que es la mejor manera de disfrutarlo sin lamentar quedarse con la ropa húmeda todo el día. Las risas y la emoción se nos mezclaban mientras los ojos se esforzaban por mantenerse abiertos ante la majestuosidad de esa caída de agua. El desembarco fue en otro amarradero contiguo, que permite subir al Circuito Inferior bordeando el salto, entre piedras, helechos y alegrías del hogar de tamaño inusitado.
Era ya la hora del almuerzo, así que nos secamos y cambiamos para encontrarnos con Justo que nos esperaba como un niño al que le hubieran prometido un juguete, para ir a almorzar juntos. Con los postres nos dijo: “¡Hora de subir a la camioneta!” Y allá nos fuimos con él, por la ruta primero hasta llegar a un sitio que sólo un conocedor podría encontrar. Un supuesto sendero, que había que abrir a golpe de machete, indicado de vez en cuando por una cintita plástica rosa engrampada a un árbol. Si nos hubiésemos cruzado con Hansel y Gretel, no nos habríamos sorprendido en absoluto. Si las cintitas no hubiesen existido, por otra parte, creo que todavía seguiríamos perdidos por las tierras intangibles, ya que una vez dentro de la selva virgen, sin una brújula, es muy fácil desorientarse. Vimos hormigas de tres centímetros de largo, hongos multicolores, raíces de árboles más altas que nosotros, filodendros creciendo a treinta metros del suelo en una búsqueda desesperada por la luz, lianas enamoradas, abrazándose a ejemplares de palo rosa y una rareza tan buscada como el oro: el palmitar, zonas donde crecen los árboles de palmito.
Volvimos al parque antes de las cinco de la tarde y nos despedimos de Justo en la estación a Garganta del Diablo. El trencito llegaba de su destino con casi toda la gente, que a esa hora ya está abandonando el parque. Una vez más a contra corriente subimos a un tren vacío que nos dejó en la entrada de esa pasarela que atravesáramos dos días antes en medio de la tormenta desaforada. Parecía mentira que todo ahora fuera sol y música del río. Caminamos lentamente, disfrutando del delta que forma el Iguazú en su viaje constante hacia un mar lejano. La brisa suave nos traía el olor a hierro de su lecho rojo, y lentamente el rumor concentrado de la Garganta fue creciendo hasta divisar a los fantasmas blancos que se asoman desde las fauces de un diablo ensoñado con la luz dorada de un sol persistente. Una vez más, el espectáculo se nos ofrecía casi con exclusividad y era imposible dejar de mirar los juegos de la luz con el agua y esa fuerza derramada, vórtice supremo, suma de todas las energías, que succiona invitando a lanzarse en su seno, como si uno fuera a sobrevolar entre los fantasmas con la velocidad y la gracia de los vencejos, que de pronto aparecieron como si hubiera habido una señal en el interior de las piedras. Ninguna exclamación habría podido sustituir nuestro silencio de asombro. Con el vértigo de esa paz, entregué mi forma antigua de T’ai-chi ch’uan, en un intento por ser parte del Último Supremo, mientras el poniente se encendía de carmines y granates. Dos horas más tarde, Hernán volvió a buscarnos: había que cerrar el parque. Volvimos despacito tarareando una canción, abrazadas, mientras la hora mágica nos cubría de dorado y el canto de la Garganta quedaba atrás, rugido eterno del alma de todos los felinos. Así como esa mañana habíamos entrado cuando estaban izando la bandera, ese anochecer dejamos el parque mientras los últimos empleados la arriaban.
“¿Qué más tienen ganas de hacer?” nos había preguntado Justo antes de la despedida, con su mirada traviesa. “Canoping,” contestamos al unísono con Julieta. Era un deporte que nunca había practicado pero se emparentaba con mis años de escalada y mi gusto por volar. Justo se rió. “Bueno, entonces es fácil,” dijo como el mago del mejor cuento. Esa última noche, nos bajamos del Práctico en una parada nueva, lejos del centro de Puerto Iguazú. Cuando llegamos a la dirección que nos habían indicado, nos esperaba el dueño de Aguas Grandes. “Si son amigas de Justo, son amigas mías,” nos dijo con su mejor sonrisa cuando preguntamos si podíamos contratar el servicio para el día siguiente. “Las pasamos a buscar a las siete y media y son mis invitadas”. De nada valió nuestra insistencia por pagar, porque cuando algo está destinado a suceder, de nada vale resistirse.
El martes amaneció tan apacible como el lunes. El nuevo camión camuflado nos pasó a buscar puntualmente para la última aventura que nos tenía guardada la selva. Llegamos a un sector cedido por el ejército a esa empresa y emprendimos la caminata por un sendero terroso. Las enormes mariposas Morpho nos siguieron un rato, con sus alas de azul metalizado, como para cerciorarse de que llegáramos al pie de un ibirapitá convencido de haber alcanzado el cielo. A más de veinte metros del suelo, el árbol sostenía una plataforma pequeña, a la que accedimos, ya con los arneses y cascos puestos, por una escalera de madera. La cuerda de acero que nos separaba de la plataforma siguiente tenía cuatro cuadras de largo, y por ella nos lanzamos, sobrevolando la copa de la mayoría de los árboles. Luego otro tramo y luego otro más para sentirnos pájaro un rato, entre mil verdes distintos. Nos habríamos quedado allí todo el día, pero nos esperaba una caída de quince metros para bajar en rappel y el trekking de regreso a un punto nuevo donde nos estaría esperando el camión. Nuestro guía era un muchacho muy joven, amante de las plantas. De pronto, al costado del camino, algo nos llamó la atención a mi hija y a mí. Eran dos hongos sueltos, de tronco alto y sombrero de copa algo aplastada, como sacados de El señor de los anillos. El grupo iba más adelante y el guía nos miró extrañado cuando le preguntamos juntas: “¿Qué hongos son ésos?” “¿Quieren confirmar lo que ya saben o es que en serio no saben?” nos dijo con cierta curiosidad. Nuestra mirada de ignorancia rotunda le confirmó la respuesta. “Qué raro, ustedes son dos y hay dos cucumelos juntitos,” se rió. “¿Los hongos alucinógenos?” le pregunté extasiada con el descubrimiento mientras otros del grupo, que sólo habían escuchado la palabra “cucumelo” siguieron adelante cantando la cumbia que le dio fama musical al psilocybe cubensis. Nunca había visto uno pero sabía no sólo de su existencia sino de sus efectos. “¿Te acordás de lo que decía Don Juan Matus, el shamán yaqui de Carlos Castaneda?” le dije a Juli. “Que nadie encuentra un hongo mágico su sale a buscarlo. Él es quien te encuentra cuando llega el momento de la revelación.” Los cucumelos quedaron allí donde estaban. No nos hacían falta. Nos abrazamos un largo rato y luego nos alejamos felices, convencidas de que más que una alucinación inducida, el viaje compartido había sido una epifanía, transformadora e imborrable.